
La señora Carmen.
«Alma había conseguido, después de 3 meses desde que se trasladó a Madrid, un alquiler en un minúsculo estudio de 30 metros, pero que al menos no tenía que compartir con un francés, fumado la mitad del día y con una pija venida a menos que no terminaba de tener claro que ya no tenía sirvientes.
Así que, aunque tenía que subir tres pisos sin ascensor por una escalera desgastada por miles de pasos, subidas y bajadas, en pleno barrio de los Austrias, le parecía una maravilla.
Una de sus vecinas, la señora Carmen, una señora mayor encantadora, que a pesar de sus casi 90 años tenía un oído finísimo, siempre que oía los tacones de Alma acercarse al rellano, salía a saludarla; le parecía una jovencita desamparada, aunque hacía tiempo que había pasado los 30 y llevaba muchos tiros pegados en la vida.
Aquel día, a pesar de que no sólo se oían los tacones de Alma resonar en el eco anclado en el pasado de un edificio que te lanzaba de golpe al túnel del tiempo, sino los golpes que iba dando en la barandilla con su guitarra, la señora Carmen no dio señales de vida.
Cuando Alma consiguió recomponerse de la borrachera que llevaba, echó de menos el saludo diario y salió en busca de ese momento reconfortante, que, aunque fuera por segundos, le hacía pensar que no se encontraba sola en un mundo que quería comérsela a trocitos cortados con un cuchillo muy afilado.
La puerta de su vecina estaba abierta, y empezó a temerse lo peor.
Encontró una nota encima del felpudo: “Alma, disculpa he tenido que salir corriendo, mi abuela no se encontraba bien, pero no quería dejarte sin tu saludo de cada día”
¿Su abuela? ¡Cómo podía ser, si la señora Carmen tenía casi 90 años!
Le parecía, por un lado, una intromisión totalmente descarada y para nada de buena vecina, pero, por otro lado, la puerta abierta era como un llamamiento de la encantadora señora, como si aun sin estar allí la estuviera invitando por primera vez a entrar en su casa.
Ni el mejor café con sal habría tenido tanto efecto, de golpe, cualquier efecto que el ron de hacía unas horas hubiera podido causarle, desapareció por completo cuando se encontró toda una colección de pelucas de diferentes tonos de gris perlado y con diferentes peinados, junto con una hilera de parabanes metálicos con varios vestidos y complementos que cualquier abuela tendría en su armario.
¿En serio había prestado tan poca atención a aquella amable señora como para no fijarse en que llevaba capas y capas de maquillaje y que su mirada tenía el brillo de una chica de poco más de 20 años?
Tuvo que sentarse en el sillón de la señora Carmen, o de Carmen a secas, si es que ese era su verdadero nombre; en la mesa de centro, apuntes, guiones, pruebas de maquillaje, fotos de la señora Carmen – le costaba dejar de pensar en ella como alguien diferente – de todas las edades posibles que se le pudieran ocurrir.
En la vitrina de enfrente, varios premios, entre los que había un Goya y una Biznaga de plata, desde luego se metía en sus papeles, tendría que estar atenta a su regreso».
Acuarela realizada a mano con Viviva Colorsheets, rotuladores acuarelables Arteza y marcador metálico Staedler.

